No es sólo la murga de mis amigos
El Negro nunca está tan cerca del cielo como cuando baila.
Un metro sesenta de altura, y veinte más de un salto confabulado con los golpes
de bombo y plato, lo hacen poner la ñata contra el vidrio de las nubes. Los
temas pasan: homenaje, crítica y retirada, la garganta se seca pero no molesta
y el raso de su traje se empapa de un sudor que sólo los murguistas conocen. No
perdón, no es sudor, es el humo del caño de escape de un corazón carnavalero
arengado por la magia de momo atemporal y un público afiebrado de febrero
eterno.
En este boliche de Flores el cielo está cerca de la cabeza
pero el techo un poco más, y aunque eso haga que el sonido rebote hasta golpear
los tímpanos nadie se apichona, puesto que el jolgorio y la farra lustran la
pista para que no se detengan la música, el alcohol y el éter de seducción de
pibes y pibas de barrio, que importan más que cualquier resaca.
Las caras de los bailarines están inundadas y el Negro se
acerca a la retirada dando patadas voladoras que cada tanto abandona para poder
atizar la piel de su princesa. Con otros colores pero la misma pasión ella lo
acompaña en la arena de los murguistas, donde debe encargarse de alejar, con
altura, a los buitres de turno. El Negro es pícaro, es de barrio, escucha rock
and roll, y seguro se tira cuando lo tocan en el área; se sacude como un tren
para luchar por una libertad que a menudo logra en noches como esta. Por
supuesto que esconde las penas que escondemos todos, pero llegó hasta acá a
fuerza de música y a fuerza de música también se irá, porque sabe que sólo así las
cosas valen la pena.
Termina la actuación en la noche todavía joven, pero estos
pibes de purpurina dejaron todo y deciden que es mejor arrimar a la tranquera,
así que nos vamos. Las topper blancas alcanzan al Negro hasta un dragón de dos
ruedas que monta para llegar en cinco segundos a su casa cargado de merecidas
sonrisas. Hoy, reflectores gigantes alumbraron en secreto a estos arlequines, y
todos nos vamos hechos, porque volvimos a comprobar que están en lo cierto
cuando cantan “murga enviada para vivir”. El único que no bailó fui yo, pero
juro que algo herrumbrado se me aflojó para siempre en los pies.
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